21.6.07

Barcelona, una discusión entrañable

Con la llegada de Woody Allen a la ciudad, el periódico La Vanguardia abrió un foro en donde el lector pudiera recomendar aquellos lugares en los que filmar su película. Son testimonios sumamente interesantes, porque se puede calibrar la imagen que se tiene de esta ciudad, desde sus lugares míticos hasta sus miserias, pasando por algún que otro lector que habla de La Alhambra como un barrio de las afueras. Es interesante, ya digo, porque muestra a una población extremadamente crítica con su ciudad, y a la que sin embargo adoran. La detestan por pasajera, por efímera, porque Barcelona es una ciudad que constantemente se mira a sí misma, y pierde lo que fue para comenzar a ser otra cosa. Por eso, me extraña que lo que ocurra en el presente tenga tanta importancia para los barceloneses. En la esencia de la ciudad se aloja su enfermiza obsesión por el cambio. Así que no deja de ser ridículo que intentemos conformarnos con aquel pasado (ficticio) que la sitúa en los laietanos. Porque si uno mira a su Historia descubrirá que la primera ciudad, la romana, está sepultada, aunque conserve algún que otro vestigio (las ruinas de la plaza Villa de Madrid, el templo de Augusto, el Museo de Historia de la Ciudad, algunos lugares del barrio de La Ribera, etc.). Poco se puede hacer para recuperarla, o si no deberíamos tirar edificios tan emblemáticos como el Ayuntamiento o el Palau de la Generalitat. Es, repito, una ciudad que se destruye, porque destruirse a sí misma forma parte de su naturaleza. Prescinde de todo aquello que no pueda reactualizarse, que no tenga una función, como si nunca hubiera perdido su carácter hebreo. Hoy miramos a la ciudad y tememos que su edificio más emblemático, la Sagrada Familia, se venga abajo. Espero, a pesar de Hughes, que no sea así. Pero no podemos olvidar que el templo ocupa un lugar que intentó arrasar todos los espacios del barrio Gótico, según planos del ensanche ideado por Cerdà. ¿Se imaginan? Esa ciudad crepuscular de l´Eixample, con todos sus edificios modernistas, sepultando las calles tortuosas, poco iluminadas, abarrotadas y solitarias del Gótico. Ahora tenemos una ciudad asediada por el diseño, por restaurantes que han olvidado sus platos redondos, por tiendas de moda y por sus edificios triangulares. Y sin embargo creo que esa es la misma sensación que sentirían los que llegaran al XIX y vieran como la ciudad dejaba de ser medieval, perdía su muralla y se abría a sus villas más cercanas. Nada ha cambiado. Podemos criticarlo, porque la crítica es también una actitud profundamente barcelonesa. Pocos han aceptado la resignación como respuesta. Entonces, tendremos que admitir que lo que ocurrió en El Carmelo es una desgraciada metáfora de la esencia de la ciudad que habitan. No sé qué quedará de la ciudad dentro de unos años, pero tengo la convicción de que Barcelona siempre nos ha sobrevivido. En muchos casos, con acierto, porque hace de sus vestigios una manera de afrontar el futuro. No hay renovación sin tradición, decía Balmes. Tendremos que admitir que esa premisa balmesiana concuerda, claro, con Barcelona. Quizás porque es muy difícil olvidar que la ciudad en la que estás tiene unos límites imprecisos y por ello estables.
Muchos han opinado y siguen opinando en el foro de La Vanguardia. Unos desde la admiración y otros desde el desprecio. Pero por encima de todo parece que la mayoría habla desde la pasión, desde la flema. Saben que la ciudad también pasa por ellos. Como si formaran parte de aquel libro tan delicioso de Josep Pla, Barcelona, una discusión entrañable. ¡Discusión! ¿No parece increíble?
Por último, a menudo me pregunto qué hubiera escrito yo si participara en el foro del diario. Preferiría, entonces, contar una anécdota. Vivo en un edificio del barrio de Gràcia, que tiene una agradable azotea. Una de las últimas veces que subí decidí saltar al tejado contiguo (es muy fácil, no crean). Detrás de la ropa tendida, se desplegaba una ciudad hasta el mar, oscuro e impreciso, apenas iluminado por dos rascacielos. En primer plano, la Sagrada Familia escondía las luces de la torre Agbar. En medio, algunas terrazas de l´Eixample hablaban siempre de la misma ciudad, aunque sus edificios poco tuvieran que ver con algunas calles de mi barrio, o con el barrio de Sants o con Sarrià. Porque todo eso, pude verlo, se dominaba desde el punto más alto de la ciudad, la basílica del Tibidabo. Y las faldas de la montaña situando el contorno de una ciudad única. Poco me importaba entonces lo que no era capaz de ver desde la terraza. La ausencia es, ante todo, una presencia extraña. Poco me importa ahora lo que digan de ella. Sólo me basta con subir a las alturas y decirme a mí mismo que habito una ciudad maravillosa, la única ciudad en la que he vivido desde siempre. El único lugar que no abandonaré nunca.

16.6.07

El corazón, la nada

Tres son las citas que abren el libro El corazón, la nada, de Eduardo Moga. La primera pertenece a T. S. Eliot: "En la poesía, como en la vida, nuestra tarea consiste en sacar el máximo partido de una mala situación"; la segunda, de Antonio Gamoneda: "Sea la luz/ un acto humano"; y la última, de Emilio Adolfo Westphalen: "Me deslumbra tanta noche". Con este punto de partida, como para no seguir hasta el final.

12.6.07

En Barcelona


Frente a la torre Agbar, de Jean Nouvel, donde instaló su oficina.

7.6.07

La soledad del viajero

Recomiendo la entrada de mi amigo Sergio Sastre, citando a su estimado Giuseppe Mondonella. Porque el placer del viajero también pasa por estar solo, y porque su condición es permanecer siempre al margen.

3.6.07

The sorrow and the pity

Comenzamos la noche viendo una de las películas más logradas de Woody Allen, Delitos y faltas. Al acabar, sintonizamos un canal local y pillamos comenzada la película Herida, de Louis Malle. Apagamos la tele y leemos algunos párrafos sueltos de Risa en la oscuridad, la dramática novela de Vladimir Nabokov.
Nada en esta noche ha sido nuevo, es decir, ya las habíamos visto y ya habíamos leído la novela, y sin embargo lejos de sentirnos como la primera vez hemos tenido la sensación de que al final siempre hablamos de lo mismo. Todo se reduce a esto, me digo, y me quedo escribiendo otra vez, escuchando con poca luz la adaptación The man I love, y pensando en Gershwin y en las calles mal iluminadas del extrarradio.