28.8.09

Citroën Saxo, CC

Siempre he mantenido una relación de encuentros y desencuentros con el automóvil. Me gusta conducir, pero no demasiado. No me entusiasman los coches, pero me gusta la libertad individual que proporcionan. No depender de horarios ni de tarifas especiales. No obstante, la carretera no significa para mí demasiadas cosas. He preferido las vías del tren, por ejemplo. Las estaciones de ferrocarril antes que los peajes de autopista. Literariamente hablando, he conocido personajes que me han seducido por ser grandes conductores, como Jim Nashe, en La música del azar, de Paul Auster. O Scott Fizgerald en su libro El crucero de la Chatarra Rodante. En todos ellos, como en alguna road movie cinematográfica, los personajes sólo pueden huir en cuatro ruedas, viajes de origen y destino imprecisos, difusos, extraños. Pero también entiendo lo que decía Cortázar: lo mejor que le encuentro a un auto es que no tengo ninguno. Entiendo, igualmente, las quejas de Ian Gibson, donde en su viaje por Granada intentaba evitar el coche en sus itinerarios. Hace poco David Vegue, desde su blog, comentaba que lo peor que había hecho estos últimos años era comprarse un coche. Razones, por cierto, no le faltan.
Con todo, admito que yo le tengo un cariño especial al mío, un Citroën Saxo, que heredé de mi tío Javier Morales. Un coche al que cada vez encuentro más pequeño, porque las calles de la ciudad son agresivas y van aplastándote el coche y dejándole marcas que le restan espacio en la carretera. Un auto que se va comprimiendo, como yo. Por eso, más que hablar de un viaje a Plasencia o a Hervás o a Salamanca, más que hablar de las ciudades y pueblos del sur de Francia que hemos conocido recientemente, prefiero volver a esta isla con el coche. Con este coche. A él le dedicamos este viaje.


La foto es antigua. Hay dos bollos más en este lateral y el parachoques es casi agua pasada.