17.3.15

14 notas y una coda




Nota 1
En la hoja de ruta que da inicio al libro, el autor nos indica que los relatos que integran  Los sempiternos, a excepción del prólogo y del epílogo, son piezas que el lector puede ordenar a sus anchas. Esto es lo primero que debemos anotar: no hay una única lectura, pero sí un mismo puzle. Nuestra tarea es escribir un texto ya escrito.

Nota 2
Por ese motivo, en un alarde de originalidad, a mí se me ocurre hacer lo mismo: todas estas notas conforman un mismo puzle para hablar de Ginés y del libro que hoy presentamos.

Nota 3
El azar es el motor que mueve Los sempiternos. Pero no un azar cuyo origen sea la casualidad, sino ese tipo de azares instigados por nosotros mismos. Nos gusta seguirlos para averiguar hasta dónde nos llevan o para comprobar qué ocurre al doblar la esquina. Así se mueven estos personajes sempiternos y por eso nos sentimos tan a gusto a su lado. Están condenados a avanzar porque no les queda otro remedio.

Nota 4
El azar es el motor, pero, como bien deberíamos saber, por todo hay que pagar un precio. Alguien dijo que hay casualidades con las que te mueres de risa, y hay casualidades con las que simplemente te mueres.

Nota 5
Vila-Matas comentó en una ocasión que la amistad entre escritores sólo se conserva si no dan su opinión sobre lo que escribe cada uno. En esto, me parece, he tenido suerte. Me gusta leer a Ginés y cómo logra algo que me fascina: convertir en verosímil una ficción, incluir lo fantástico en nuestras vidas (anodinas, banales) sin que se resienta ni chirríe ninguna pieza, como si estuviéramos abocados a no entender nada y, sin embargo, admitiéramos que todo, absolutamente todo es posible.

Nota 6
Ginés es una persona fantasiosa. Tiene el don de inventar historias. Se recrea en ellas y te las explica una y mil veces. No hablo de literatura. 

Nota 7
Las historias de Ginés no tienen finales abiertos. Tienen, más bien, finales disparados. No acaban con una explosión, sino con los rescoldos de algo que ha estallado unas páginas antes.

Nota 8
Quizás por eso, este libro y las obras que le preceden se encaminan a explicarnos sucesos aparentemente triviales que guardan, en su insignificancia, algo trascendente, crucial. Me refiero a una especie de violencia mística, de comicidad trágica, como si tras su lectura tuviéramos la sensación de que todo es el resultado de una broma macabra. Un buen consejo de Billy Wilder: «Si quieres decirle a la gente la verdad, sé divertido o te matarán».

Nota 9
Ese es el motivo por el cual los chistes de Ginés no suelen hacer mucha gracia. Nadie, salvo él, los entiende.

Nota 10
Los emplazamientos que aparecen son reconocibles: Casa Fuster, Paseo de Gràcia, Portal del Ángel, Las Ramblas, etc. No obstante, diría que son fruto de una fantasmagoría. Hay también lo invisible, escribió Gil-Albert. Porque no es una ciudad, sino su reverso. No lo claro o diáfano, sino lo oscuro que surge de todo aquello que, en un momento, se tuerce sin previo aviso. Son torceduras que ya no admiten vuelta atrás.

Nota 11
El 2 de agosto de 1914, Kafka escribe en sus diarios: «Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde, me fui a nadar». Ese es el espíritu kafkiano que heredan buena parte de los relatos de Ginés Cutillas.

Nota 12
Creo que Ginés no es una persona vengativa, pero sus personajes sí que lo son. Emprenden pequeñas venganzas, inocentes en su mayoría. Ajustan cuentas con lo que les rodea: con la sociedad en la que viven, con sus relaciones sentimentales, con los trabajos que desempeñan, con el poco tiempo que les deja una vida útil.

Nota 13
La lógica, llevada al extremo, conduce al absurdo. Hacia eso se encaminan, a veces, sus personajes.

Nota 14
Recomiendo efusivamente la lectura del epílogo. Es un ejercicio metaliterario muy interesante, por la atmósfera que genera: la de un autor que aguarda, en la soledad de su escritorio, un último relato que cierre el libro, que lo concluya. Un relato al que titulará “Sexo”. ¿Logrará encontrar esa narración que ponga punto y final al libro? ¿Conseguirá dar con el personaje que falta? ¿Podrá Ginés Cutillas vivir sin “sexo” y, aun así, seguir escribiendo?

Coda
Hace un tiempo, Ginés Cutillas inventó un artefacto. Fue, quizás, lo más provechoso de una época conflictiva en la vida de Ginés, crisis de edad mediante, y de la que sus amigos fuimos testigos y acompañantes: plantando un árbol a las dos de la madrugada, visitando un casino abandonado un domingo por la mañana, visionando esa joya del cine que tituló «Fransextein o el moderno Pornoteo», etc. Pues bien, ya digo, de aquella experiencia surgió un artefacto que aún hoy merece la pena: la Increíble Máquina Aforística. Para quien no la conozca, se trata de una máquina que genera aforismos después de que el usuario introduzca un nombre y un adjetivo. (Paréntesis: esos nombres y adjetivos quedan guardados en el archivo, así que es frecuente encontrarte con combinaciones muy inquietantes). Yo la he vuelto a usar mientras releía Los sempiternos. Y el resultado, me parece, no sólo habla de este libro, sino también de su autor. Para ello, jugué con los títulos de los relatos. Por ejemplo, introduje “destino” y “caótico”, y lo que surgió fue lo siguiente: «El destino es absolutamente caótico si no se encuentra en la unidad». Claro que también apareció lo que sigue: «El destino es caótico, pero su chocho es cobarde». Lo mismo sucedió al escribir “amor” y “mentiroso”. Por un lado, «El amor nos libera de lo mentiroso, ¿pero quién nos liberará del amor?»; por otro, «El amor es mentiroso si no se encuentra en la fabada y en la prima de riesgo». Y ya por último, con “muerte” y “temporal”: «La muerte es temporal, pero su biblioteca es eterna». Y justo después: «La muerte es temporal, pero su pene es armonioso». En fin, ya lo dijo Thomas Mann: a pesar de las precauciones, uno siempre acaba hablando de sí mismo.    

[Texto de presentación de Los sempiternos. La Central del Raval, 12 de marzo de 2015]

1.3.15

Una ciudad del sur



En toda lectura hay una serie de escalones. Si esa lectura viene de lejos y se ciñe a un único autor, cada peldaño no se reduce simplemente a la recepción de un nuevo libro. O no sólo, al menos. Se trata, en realidad, de un eslabón más para comprender el universo que han construido para nosotros. Que logremos o no sentirnos dentro de él depende de la afinidad, de la cercanía con los temas y con la forma en que nos llegan. Cuando hemos conseguido habitar una obra, no esperamos que ese nuevo libro implique un paso adelante, sino un paso más, dondequiera que nos conduzca.
Si nos detenemos en un libro como este, descubrimos que Más allá, Tánger supone un nuevo peldaño, porque su publicación, digámoslo desde el inicio, ensancha uno de los universos literarios más apasionantes que existen en la poesía española actual. Se equivoca quien vea en ese cambio de escenario un alejamiento de los territorios característicos de la literatura de Álvaro Valverde. Cuanto más lo releo, más me doy cuenta de que se trata de un libro esencial en una trayectoria como la suya. Empleo ese adjetivo y no otro porque en él se resume buena parte de sus obsesiones literarias y se añaden otras formas de decir que lo singularizan. Esencial, en fin, porque en pocos libros se percibe tan claramente esa unión entre el tiempo y el territorio. De la misma manera que Más allá, Tánger cumple una vieja obsesión del autor: la de construir un libro compuesto por un único poema, dividido en cincuenta piezas que forman parte de un mismo puzle. La tarea del autor consiste en reconstruirlo. En realidad, toda obra, literaria o no, aborda siempre un mismo escenario, por muchas formas que adopte, pero hay veces en que esa unión se hace más intensa, más próxima. Aquí esa conexión se materializa hasta el límite.
Los poemas de Más allá, Tánger no sólo nos hablan de una ciudad y de su pasado. Lo que nos proponen, más bien, es la reconstrucción de una memoria que aglutina otras voces, otros ámbitos. Se trata de encajar esas piezas sueltas que se niegan a abandonarnos y que regresan para ser ensambladas. Para saber de nosotros y del presente en el que nos encontramos. Álvaro Valverde se acerca a una ciudad enigmática, envuelta por un aura misteriosa, en donde importa tanto lo dicho como lo callado. Un lugar extraño y familiar al mismo tiempo, al que se accede a partir de una memoria múltiple: la de una mujer que regresa a su ciudad natal, la del personaje poético que representa el propio autor y la de la voz poética que narra ese reencuentro. El espacio que allí se encuentra es, ante todo, un estado de ánimo. Una atmósfera tan bien trabada que nos hace sentir el empuje del levante, y nos envuelve en los diversos tonos cromáticos que va adoptando la ciudad, desde la blancura del minarete hasta las fachadas ocres o los matices cobrizos. Su enorme plasticidad y su manera de poner en marcha cada uno de los sentidos proporcionan al lector la posibilidad de estar dentro, tan dentro que lo sentimos como un lugar propio. Porque el Tánger de Valverde no se lee. Más bien se respira, se palpa, se huele. Una ciudad más sensorial que especulativa, que alberga en una misma cara ida y regreso, porque no se abandonan los lugares de los que nunca hemos salido. Una ciudad que es, en suma, todas las ciudades, por recordar un verso de Mecánica terrestre. Aquí, Tánger es también Lisboa, Cádiz, Nápoles, Valparaíso, Estambul o Venecia. Con todo, esa multiplicidad la hace única, dispar, como sucede con otros territorios poetizados por el autor. En Más allá, Tánger se busca la esencia, esas «fuentes sagradas del origen». Aquello invariable entre el cambio y la metamorfosis. Detalles nimios, insignificantes en apariencia, que dan cuenta de la verdad de un microcosmos o funcionan como un «aleph de aquel vasto universo». Eso que perdura porque no ha desaparecido del todo, permanente a pesar de lo inestable. Ante un esplendor apagado se conservan aún las brasas, el «sonoro silencio».
Recupero uno de los aspectos citados anteriormente. Me refiero a su capacidad para generar una atmósfera. Un ambiente construido a partir de las múltiples voces y escenarios que aparecen: azoteas, umbrales de casas, manchas de humedad en sus fachadas, vasos de té, películas en 16 o en súper 8, hileras de hombres dormitando bajo un toldo, sirenas que anuncian la llegada o la partida de un barco, un padre que, cámara al hombro, camina despacio por el boulevard Pasteur. Anónimos o reconocibles, esa galería de personajes y espacios consiguen generar una atmósfera a medio camino entre la realidad y el sueño, entre lo sucedido y lo imaginado. Por encima, la verosimilitud de la ficción, el realismo misterioso. La poesía de Álvaro Valverde explora lo cotidiano y lo convierte en universal, al estilo de Charles Simic o Patrick Modiano. Las imágenes no nos llegan de frente, sino a través de un reflejo, de un eco. Puede que no haya otra forma de acercarse al pasado si no lo hacemos recuperando esos mínimos destellos que conservamos y que nos asaltan casi de improviso, tiempo después. En Más allá, Tánger esos mismos detalles se convierten en interminables círculos de intriga que modifican la ciudad, la confunden y, a su manera, también la reinventan. Precisamente por eso, por estar sujeto a una duda, el autor nunca podrá abandonar el lugar sobre el que escribe. Tampoco sus lectores. La emoción y la intensidad que recorre un libro como este hacen que consigamos habitar cada uno de los rincones de una ciudad del sur. Cuando finalizamos su lectura, sabemos que Tánger también nos pertenece. 

[Publicado en la revista Clarín, núm. 115, febrero de 2015]